Publicado en la revista En Moviment. Núm. marzo 2008
Una foto, unas piernas, materialidades que sirven de alimento a la imaginación hasta aunar danza y literatura en la misma energía que vibra bajo la textura más reposada, brasas que el aire de la mañana puede hacer arder en cualquier momento. El arte usa el objeto físico (la tela enmarcada, la foto, el libro) como un espejo y una ventana.
Por Enrique Vila-Matas
Hay una fotografía de Hans Finsler, Estudio de piernas, que, aparte de ser de una extraordinaria elegancia, siempre me lleva a relacionar la danza con la literatura y a hermanar esas dos actividades de la misma forma que pueden acoplarse reposo y movimiento en una sola figura. Recuerdo la primera vez que vi esa fotografía. Alguien, estando yo ausente, la trajo a casa y la dejó en la mesa de mi estudio. A mi regreso, tardé mucho en verla en conjunto porque mi mirada se posó inicialmente en la parte inferior de la imagen, en las líneas brillantes que hay en cada una de las piernas, dos líneas de tono blanco que las recorren de arriba abajo y dan la sensación de que las medias son de seda. Pero lo importante no era eso, pronto lo comprendí, sino el efecto artificial que el fotógrafo había sabido darle a esas medias que, recorridas por dos líneas de brillo blanco, se deslizaban como la seda misma hacia dos sublimes zapatos blancos que, al principio, me parecieron de pista de tenis a lo Finzi-Contini, y luego poco a poco fui descubriendo que, sin serlo pero por la vía de la imaginación literaria, podían ya para siempre más ser para mí unas zapatillas de baile.
Después vi el libro. En la parte superior de la fotografía. Se trataba tal vez de una mujer que leía en la calma que precede al baile. Y finalmente vi el sillón de mimbre, una de cuyas piernas, la única visible, también era recorrida por un brillo que, por un efecto artístico, parecía de hierro y seda. Me entusiasmó la fotografía. Y no lo pensé dos veces. Sabía que escribiría sobre ella, pero, antes de hacerlo, la llevé a enmarcar. En la planta baja de mi inmueble, enmarcan cuadros. De un tiempo a esta parte también fotografías. Ahora esta imagen de Finsler la estoy viendo colgada en la pared de mi estudio. Al atardecer, los postreros hilos del sol del crepúsculo bañan suavemente las piernas de la mujer de la fotografía y también la única pierna visible del sillón de mimbre. Placer visual de todas mis tardes. Placer de hoy, de ahora, al escribir sobre ella, sobre esa lectora anónima que nunca podrá leer lo que yo ahora escribo sobre ella en la luz de este atardecer en el que mi deseo se extiende sobre la fotografía y las medias de seda. Placer que no se extinguirá ni con el último rayo de luz que se pose sobre lo que ahora lentamente voy viendo. Cuando caiga la noche, me quedaré mirando el color de la falda de ropa antigua y de paso a su sombra, ese oscuro espacio a la derecha perfilándose –suntuoso y absoluto– sobre el señorial camino del tiempo. Ya para siempre ella será la mujer que conjuga en la elegancia misma dos actividades a primera vista dispares: literatura y baile. Ya para siempre será la mujer que me hará recordar –como podría perfectamente expresar alguien bailando, pero también escribiendo– que todas las obras de arte tienden a igualarse, del mismo modo que los movimientos del mar cesan a treinta metros de la superficie, y del mismo modo también que la energía de abajo es, en medio del reposo en movimiento, complemento sereno pero activo de la lectura de arriba.